
Se sentó entre las de su especie y se sintió en deuda.
Colocó una sonrisa del lado izquierdo y su voz se hizo conciencia.
Buscó la verdad como un perro sabueso: la encontró convertida en muerte, y se supo que su nombre era Ernestina Ascencio Rosario.
Miró a su Méjico como quién desnuda en pedacitos el alma, y se
hizo llamar Carmen, aunque le sobraba tamaño.
Quiso decir y no callar.
Quiso escupir y no delatar.
Quiso justicia y no sumisión.
Quiso lo mismo que los ojitos huérfanos de ciudad Juarez.
Y se convirtió en luz,
entre la pasión y el renunciamiento...
Abrió la puerta de su cuarto nuevamente, y esta vez la luz la convirtió
en Aristegui...como quién sacude un apellido entre los diarios.
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